C A P I T U L O 24

Una de las primeras cosas hechas por el cura Tetu, luego que sus nueve vicarios fueron escogidos, era dividir, echando suertes, a su gran parroquia en cuatro partes. Mi suerte me dio la parte noreste de la parroquia que incluía el hospital Marinero de Qüebec.

El número de marineros enfermos que tenía que visitar casi diario en esa noble institución variaba entre 25 y 100. No habiendo lugar ahí para celebrar la misa y guardar el santo sacramento, me encontraba en lo que al principio me parecía una grave dificultad. Frecuentemente tenía que administrar el viático (santa comunión) a algún marinero moribundo.

Hasta entonces, nunca había llevado el “buen dios” a los moribundos sin ser acompañado por varias personas caminando o montado a caballo. Yo me vestía con un sobrepelliz blanco encima de mi larga sotana negra para impresionar a la gente. Un hombre, sonando una campana, iba delante de mí para anunciar a la gente que el gran dios pasaba por ahí y ellos tenían que caer de rodillas en su casa o junto al camino o en el campo para adorarlo.

Esto funcionaba bien en St. Charles o en Charlesborough, pero, ¿Podría hacerlo en Qüebec donde tantos miserables herejes estaban más dispuestos a reírse de mi dios que adorarlo? En mi celo y fe sincera, sin embargo, yo estaba determinado a desafiar a los herejes en todo el mundo y exponerme a sus insultos antes de abandonar el respeto supremo y adoración que correspondía a mi dios dondequiera. Dos veces lo llevé al hospital con la solemnidad normal.

En vano mi cura intentó persuadirme a cambiar de parecer. Entonces él me invitó amablemente a acompañarle a conferir con el obispo. No puedo expresar la consternación que sentí cuando el obispo me dijo, con una ligereza que nunca había observado en él, que debido a tantos Protestantes que teníamos que confrontar dondequiera, sería mejor hacer a nuestro “dios” viajar incógnito por las calles de Qüebec. Luego añadió en un tono humorístico: —Guárdalo en la bolsa de tu chaleco como los demás sacerdotes de la ciudad. Nunca aspiras a ser reformador y superar a tus hermanos venerables en el sacerdocio. Nunca debemos olvidar que somos un pueblo conquistado. Si fuéramos los amos, lo llevaríamos a los moribundos con los honores públicos que solíamos rendirle antes de la conquista, pero los Protestantes están más fuertes. Nuestro gobernador es Protestante como también nuestra reina. La guarnición de los muros de su baluarte impregnable se compone principalmente de Protestantes. Según las leyes de nuestra santa Iglesia, tenemos el derecho de castigar aun con la muerte a la gente miserable que ridiculiza los misterios de nuestra santa religión. Pero aunque tenemos ese derecho, no somos lo suficiente fuertes para ponerlo en vigor. Entonces tenemos que llevar el yugo en silencio. Después de todo, es nuestro dios mismo quien en su juicio inescrutable nos ha privado del poder de honrarlo como él merece. Si en su buena providencia pudiéramos romper nuestros grillos y libertarnos para adoptar nuevamente las leyes que impiden a los herejes fijar su residencia entre nosotros, entonces lo llevaríamos como solíamos en aquellos días felices.

—Pero, —dije, —cuando camino por las calles con mi “buen dios” en la bolsa de mi chaleco, ¿Qué haré si me encuentro con algún amigo que quiere saludarme y bromear conmigo?

El obispo se rió y respondió: —Le dices a tu amigo que tienes prisa y sigues tu camino lo más pronto posible. Pero si no hay remedio, platica y bromea con él sin ningún escrúpulo de conciencia. Lo importante en este asunto delicado es que la gente no llegue a saber que llevamos a nuestro dios incógnito por las calles, porque este conocimiento seguramente conmovería y debilitaría su fe. El hombre de la calle permanece en nuestra santa Iglesia por virtud de las ceremonias impresionantes de nuestras procesiones y señales de respeto público que expresamos a Jesucristo cuando lo llevamos a los enfermos, porque la gente se convence más por lo que ven con sus ojos y tocan con sus manos que por lo que oyen con sus oídos.

Me sometí a la orden de mi superior eclesiástico, pero la manera jocosa en que habló del misterio más temible y adorable de la Iglesia me dejó con la impresión de que él no creía ni jota del dogma de Transubstanciación.

Duré varios años acostumbrándome a llevar mi dios en la bolsa de mi chaleco como los demás sacerdotes sin más ceremonia que una picadura de tabaco. Entre tanto que caminaba solo, me sentía feliz, porque podía conversar en silencio con mi Salvador y darle toda la expresión de mi amor y adoración. Pero cuánta tristeza sentía cuando, como me sucedía frecuentemente, me encontraba con algunos amigos obligándome a saludarlos y entrar en esas pláticas ociosas tan comunes dondequiera. Con el mayor esfuerzo, asumía una máscara sonriente para ocultar la expresión de adoración y con ganas maldecía el día en que mi país cayó bajo el yugo de los Protestantes.

¡Cuántas veces pedí a mi dios oblea a quien apretaba a mi corazón que nos concediera la oportunidad de romper esas ataduras y destruir para siempre el poder de Inglaterra Protestante sobre nosotros! Entonces estaríamos libres nuevamente para rendir a nuestro Salvador todos los honores públicos que corresponden a su majestad. Entonces pondríamos en vigor las leyes por las cuales ningún hereje tendría derecho de residir ni vivir en Canadá.